martes, septiembre 20, 2005

catarsis para la cuarta semana de septiembre: 1

ruta b-26


"..Y el papá decía
al verlo llegar
mi hijo ha regresado,
vamo' a celebrar"
Juan en la ciudad
Richie Ray y Bobby Cruz



Echó carrera para sacar la peseta del pasaje y escabullirse entre los bultos y paquetes que hacian fila. Era la última guagua en dirección a su casa y la gente estaba pegajosa."Fo"-acababa de llover y subía ahora un sopor en los ojos de todos junto al vapor: ambos dignos del trópico de cemento que es Río Piedras. Salida del embudo de gente, subió los tres escalones y con el arte que le había provisto la práctica diaria del depósito de monedas, pasó sin más problemas, a la par que esgrimió un 'buenas tardes' al chofer. Este estaba demasiado absorto en el tucutú que hacía con sus manos en el guía al son de la música que el fiel y destartalado radiecito seguía zumbando. Mientras, ella escuchaba su no respuesta.

Ya en el pasillo, tasó el mejor asiento: pasados los laterales reservados para mayores e impedidos, los primeros dos, los de la izquierda, que miraban hacia al frente. Allí el espacio garantizaba nulidad de pisotones anónimos y mejor aún, estaban desiertas las dos sillas. Tomaría la de la ventana, una esquinita sagrada en el tapón vespertino que ocasionaban los concurrentes arreglos y desarreglos en las calles celulíticas -las mismas que le dan de gratis un recorrido tipo roller coaster a cualquiera. Al menos la ventana fungiría temporeramente como escape de la también ataponada guagua. Aparte, sentarse allí significaba que no tendría que aguantar la pestecita a ron, sobaco, tabaco y otros inmencionables que despiden algunos que quedan de pie, quienes miran luego con ojos de pescao' frito como quien dice "conmigo no es la cosa".


Se sentó y en su mundo, apartada de todo el mundo, sacó el libro que había dejado a medias a la hora de almuerzo. Al lado se acomodó un señor mayor, bastón en mano. Por cosas del destino, o mejor dicho, por cosas de las líneas de agua mal diseñadas en el sistema de aire acondicionado de la guagua, comenzó a gotear sobre el preciado asiento de la esquina, en el preciso instante del beso y las promesas de amor que hacía el galán en la novela. La mujer, sobresaltada-no se sabe si por la abrupta interrupción a las palabras del guapérrimo William o por el plan de contingencia que ésto representaba- tuvo que hacer lo insólito: abandonar la esquina, mudarse de asiento, sentarse más al frente, como investida para recibir hoy los pisotones públicos. Resignada -peor hubiera sido tener que quedarse de pie-le pareció que doñita del dubi sería mejor compañera de viaje que el regordete de la fundita de papel con olor a manteca. Prefirió no sacar a pasear de nuevo al galán y guardó el libro, ya habría tiempo para él. En realidad iba incómoda, no tenía concentración para leer. Si tan sólo puediera hacer como Dorothy. Lo único que le faltaba era chocar sus tacones rojos...

Entró Luisito. Llevaba en un shopping, de esos que venden a peseta en el paseo, un abanico medio destartalado, pero el flaco iba más contento que un perro con dos rabos porque "yo conozco pal de gente que bregan y me pueden ayudal a arreglal esto". Eso le comentaba al chofer mientras alardeaba de su hallazgo. A Luisito lo conocían todos...bueno, todos los que fecuentan la ruta b-26. Es tecato, había estado en la cárcel en un entra y sale por posesión que prometía seguir repitiéndose en el intento de romper en frío con sus demonios y sin rastro de rehabilitación alguna. Eso sí, siempre traía un "hallazgo" para arreglar y vender y hacer unos cahvitos para darle dinero a su hijo. Su hijo: "chacho, está grande..ya va pa' primel grado y es inteligente como él solo. Eso sí, salió lindo a la mai, polque a mi..." aseguraba aquel hombre, con un orgullo que era más grande que su estatura de 5'4 mientras sacaba un paquetón de papeles de su blosillo, hasta encontrar la foto del nene. Se la enseñó a todos, extendiendo sus brazos tatuados: "a él yo no quiero que le falte na'..."La señora del dubi sonreía triste.


Estaba como a eso de cinco paradas para poderse bajar. Y ella deseperada porque el William se repetía una y otra vez con esas palabras dulzonas en su mente. Ya casi estaría en casa "sólo cinco paradas, sólo cinco". El zumbador soneaba ahora a Richie Ray y Bobby Cruz con su clásico de Juan en la ciudad. La emisora estaba promocionando su próximo concierto en Bellas Artes. El chofer retomó su guía de tambor e hizo una parada. El gordito tatareaba como si apenas se supiera la letra, entredientes. Luis cantaba una que otra línea y se tiraba pasitos en alarde de sus dos pies izquierdos, estirando, masticando las palabras: "y el papa lararara.. al verlo lara mi hijo ha regresado, vamo' a celebrar."La mujer taconeaba el ritmo en rojo con cierto discimulo. La señora del dubi, bueno...la señora del dubi, agarraba -con ojos aguao's- un crucifijo de oro que colgaba de su cuello. Como si con ese gesto pudiera hacer que el Jesucristo sintiera algún pellizco y le hiciera caso a un dolor que ni las palabras del William hubieran podido endulzar.

El gordito miró entonces a la mujer: la mujer miraba a la señora del dubi, la señora del dubi cerraba los ojos, Luis cantaba y se tiraba algún paso, el chofer tamboreaba el guía: llegaba la próxima parada.

Con un nudo en la garganta, igual de instantáneo que el café decaf que se había tomado por la mañana, la mujer pensó que aquel hijo pródigo de la canción, era el mismo por el cual la señora del dubi vivía agarrá' de la cruz, el mismo del cual Luis sólo era réplica. Apretaba el nudo. Fue entonces que recordó tener, en alguna parte de su cartera, la estampita aquella de La Milagrosa. La guardaba desde su graduación de la high. Buscó a toda prisa. La guagua paró en seco de nuevo y sin haberse dado cuenta, ya la Miss Dubis se había levantado y caminaba hacia la puerta. Terminaba la canción. Ella quedó con la estampa en mano. El gordito miró el gesto y una sonrisa asomó por la comisura de su boca y al unísono, bajó la cabeza.

Finalmente llegó su parada. Los tacones rojos le seguían apretando, ahora le tocaba caminar a casa, en donde la esperaba el William. Pensó en la complicidad que se había hilado entre el gordito y ella. Pensó en la ciudad soneada con aquella canción, la misma que se repite -más o menos- en cada uno de los de la ruta 26. Mañana, dejaría el libro.

1 Comments:

Blogger  said...

... vivimos con gestos de hermandad que a veces llegan demasiado tarde...gracias por el comentario
:)

miércoles, septiembre 21, 2005 11:49:00 a.m.  

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